Pasajeros de andén, de Pedro Luis Menéndez
PASAJEROS DE ANDÉN
Pedro Luis Menéndez
Hay etapas en la vida que nos imponen la quietud, como lo que vivimos en este país durante la pandemia, ese aislamiento que propició el contacto con nuestro interior.
Pedro Luis Menéndez describe en “Pasajeros de andén”, su última entrega poética, ese momento de soledad impuesta, donde “los niños encerrados en sus casas / sueñan con porvenires”, donde la doncella soledad nos llevó al límite exacto de la nada. Ese lugar nos llevó a un exilio, a un destierro de la vida y la sociedad, sintiendo cómo “la ciudad se retira tras las puertas / que cierran lo imposible”.
Dice el poeta José Carlos Díaz que este hermoso libro recuerda los cuadros de Hopper, el genio que reflejó el aislamiento del hombre moderno en nuestras sociedades. Estoy plenamente de acuerdo y además de a Hopper los poemas de este libro me recuerdan a los paisajes Giorgio de Chirico, a sus plazas de Italia, y a los paisajes con figuras alucinadas de Paul Delvaux.
Pedro no refleja los aconteceres de la vida, sino ese momento de silencio, de parón, identificados con la pandemia y también con un cierto sentido existencialista y desencantado, a la manera de Camus.
Esos momentos donde todos somos la mujer del cuadro de Hopper en un hotel de paso, ese viajero que no va a ningún sitio, obligado a viajar, a estar en un lugar suspendido, en un no lugar. Aunque la vida no se puede parar, de forma contradictoria, este viajero es incapaz de moverse y así dice:
En un hotel de paso,
en su montaña de noches sin cobijo,
te sientas a mirar y no ves
nada…
Y qué bellamente sabe el autor hacernos sentir la nada, como esos soldados que desfilan un doce de octubre sin hacerse preguntas, como esas casas sin desván que son el desierto, o lo poco de sereno que logramos ir empujando hacia ninguna parte, el sur, el norte, el invierno, la herida.
Habla Pedro de lo que de verdad es, de lo poco que tenemos todos en realidad, cuando describe lo que esconde en los bolsillos, una luna pequeña, una pieza de puzle, una llave que cierra lo que antes abría, un rincón de sospecha…
Esa mirada existencialista, nihilista, se derrama sobre la ciudad y sobre los paisajes sin sosiego en el poema “Octubre”, escenificados en ese tendal que se desprende con estrépito sobre el parque vacío.
Y Pedro piensa en ese futuro, de forma quevediana, en las sucesiones de difuntos, cuando imaginando su propia muerte se hace las preguntas:
¿Habrá un segundo más
después del resplandor?
¿Recordaré este otoño?
Ese otoño que el autor presiente está poblado de imágenes deslavazadas que se mezclan de forma expresionista:
una sala de fiestas en París,
un barco sin timón,
un aeropuerto…
lugares todos que sugieren movimiento y que sin embargo para el autor son escenarios de silencio, la antesala de la soledad, alba de niebla.
Desde el poema “Vejez”, el autor expresa sus deseos:
de otro vaso de vino,
algunos versos,
unas piernas que abracen,
esa pasión de lenguas demoradas,
un diciembre infinito.
Como tantos poetas, expresa su esperanza en la palabra, que nos permite entre abrirnos al mundo, estar aquí después de tantas losas, permanecer.
Es experto el poeta en llegar a los sitios más recónditos, a los espacios que esconden verdades desagradables, que no queremos reconocer; es el poder de la poesía para hacernos ver incluso lo que nos incomoda, para apuntar con un dardo certero a lo que subyace bajo la superficie de palabras amables que ocultan otra cosa, como la palabra añoranza, que puede ser una palabra turbia, o la forma en que los viejos dormitan en el hueco que alguna vez sostuvo las creencias.
En este libro hay escenarios donde el protagonista es el viajero que está a punto de partir pero no se mueve, escenarios afines a los cuadros de Hopper, los terminales de avión con su luz fría, los hospitales, las estaciones de tren, las habitaciones de hotel, los cruces de caminos. Hay incluso conductores, como el autor, que lo hacen muy despacio, casi quietos.
Va la intensidad de este libro in crescendo, nos va llevando desde los lugares más incómodos, los que apenas percibimos, los que solo la especial mirada del poeta es capaz de iluminar, hasta la revelación total, el deslumbramiento.
La sextina barroca del final parece colocada ahí, en la última página, como si todo el camino por el que nos ha ido llevando Pedro tuviera un único objetivo, que comprendamos, como él mismo ha comprendido, en esta sextina que es también una poética, pues, como los grandes poetas, la poesía y la vida son lo mismo y no se pueden entender la una sin la otra.
Y así llegamos hasta los tres versos que son la culminación del libro y nos dejan sin aliento:
Y ya el tiempo codicia humo y alma
para que el sueño se convierta en sombra,
ceniza y bosque, polvo, tierra, cuerpo.
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