Que la vida no sea una costumbre, por Isabel Marina

 








Que la vida no sea una costumbre


                                          



                                                                                                                      Isabel Marina






JOSÉ LUIS ARGÜELLES

Morar

Impronta Editorial, 2023




Haber pasado de los sesenta años y tener el hábito de escribir poesía pueden conducir a un camino de reflexión serena. Quizás, por eso, Morar, la última entrega poética de José Luis Argüelles (Mieres, 1960), comienza con una cita de José Emilio Pacheco: “El castigo y alivio de ser mortales, / el terrible milagro de estar vivos”. 


Empieza este hermoso libro con un recuerdo para los muertos, quienes, según el poeta, se hayan en paz, esto es, no añoran nada y ya no sufren. Para ellos, los que han atravesado el umbral, la muerte es una especie de misericordia. Para los que seguimos aquí, la certeza de ser mortales es también un alivio.


Argüelles reflexiona sobre su propia vida: hacerse mayor es ir despojándose de tantas cosas superfluas, de tanto envanecimiento. El poeta sabe que cuando se llega a cierta etapa de la vida, sólo vale lo esencial. Descubrirlo es un hallazgo para su propia vida, escribirlo es una forma de transmitir esa sabiduría a los demás: “Me basta si, a la noche, / he aprendido una cosa más”, afirma.


Esta obra está llena de verdades esenciales, expresadas de forma bella. Solo es nuestro este mismo instante, que deja de serlo al acabar de nombrarlo, y escribir es buscar un sentido “a cuanto arde en mis ojos”, y tratar de que algo de nuestra vida, de cuanto hemos visto, permanezca.


El poeta considera imprescindible realizar su propio examen de conciencia, y confiesa: “Tal vez no amé lo suficiente”. Reconoce cierto grado de fracaso en su vida pues, como en la de todos, fueron bastantes los días entregados al temor o al hastío. 


Vuelve el lector a encontrar humildad en el poema “El aprendiz”, donde Argüelles llama a la serenidad: “¿No escuchas cómo digo tu nombre, / serenidad, / para tocar la luz de este minuto’”.


A pesar de las pérdidas y las claudicaciones, el poeta se siente afortunado, pues sigue teniendo un amor que en su caso no llama “eterno”, al modo de los poetas románticos, pero sí definitivo: “Ningún amor definitivo / lo parece”, nos dice.


Como tantos poetas, Argüelles encuentra un valor especial, frente a las pérdidas y a la inclemencia, en las palabras: “Frente al ruido acechante de los días y la erosión de todo lo que existe, la música que acoge las cosas en tus labios”.


Se pregunta también sobre este oficio y la inutilidad de ser un poeta sin éxito: “Preguntamos por qué va sin otra compañía / que esa cuenta de sílabas absurdas”. Busca un sentido en esta especie de rosario de palabras con el que los poetas parecen rezar, de forma inútil, sin que nadie lo pida ni lo necesite.


Escribir poesía permite conectar con lo que ya no existe, pero forma parte de nuestra historia, a través de figuras simbólicas, en las que el poeta vuelve a ver la vida que fue y las personas que ya no están. Esa es una forma de traer aquella vida al presente: “Un manzano reverdece / en la casa de los nuestros”.


El verdadero sentido de la vida solo puede verse bajo la luz de la humildad, la luz donde se hacen necesarias muy pocas cosas, donde todo es despojarse para llegar a lo esencial: “Abrazo la humildad”, afirma, como un auténtico principio vital. Con esta premisa, el poeta exhorta a todos a buscar “una verdad serena que oponer / a las ruinas tan próximas”. 


Existencialista, doliente, en “Grato y feroz” explica que la vida es un suburbio entre sombras, entre la nada anterior y la nada posterior. Sin embargo, no se deja vencer por el desánimo, se rebela contra ese destino fatal común a todos, que nos hace ver que la alegría pasa rápido y el dolor aúlla: “Defenderé mis lágrimas / frente al azar indiferente, / mi júbilo al sentir / esta clara respiración”. Y quiere transmitir a todos las verdades que ha descubierto, en forma de consejos: “Que la vida no sea una costumbre / y sí celebración humilde, amor / afirmándose en las insumisiones”.


Desde esa convicción nihilista, existencialista, Argüelles exalta el valor del amor, del goce de la vida, las virtudes elevadas del ser humano, como la bondad: “Quien toca la bondad comprende al fin / esa luz que la vida nos entrega”.


El último poema de Morar, “La hora clara”, recuerda a los versos vitalistas de “Ítaca”, de Cavafis, exhortándonos a amar “esta aventura irrepetible” de vivir, algo que apartará de nosotros cualquier temor o daño. Un hermoso final para un libro lleno de emoción y belleza.




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