Comprender para ser libres, por Isabel Marina

 




Comprender para ser libres



                                                            Isabel Marina




CHECHU LÓPEZ

Apátridas

Rubric, 2023




El apátrida no pertenece a ningún sitio y no es reconocido como ciudadano por ningún país del mundo. Es un ser que lleva en sí la marca del desarraigo, uno de los dolores más grandes que puedan imaginarse.


Chechu López (Avilés, 1973) consigue en su último libro, Apátridas, lo que logran algunos buenos poetas, contribuir a desvelar el corazón humano y convertir en universal su experiencia personal de la enfermedad del alcoholismo, que padecía su padre.


Ayudar a comprender lo humano es algo que ofrece la buena poesía, y esto nos acerca a la piedad y al perdón. En el caso de López, además, hablamos de un poemario redentor, que además de emocionar, ilumina. 


Comienza el libro con una cita de Séneca: “El que se lanza a un precipicio no es dueño de sí mismo, no puede impedir ni detener su caída”. Juan María García Campal, autor del emocionante y acertado prologo, lo titula con palabras que definen perfectamente la experiencia lectora que nos deja esta obra: “Perturbadora belleza”.


El poeta no nos deja tregua. Sumergirse entre las páginas de este libro es a veces quedarse sin respiración. El alcohólico, o el borracho, como lo llama el poeta, es el autor de su propia desdicha: “Has sido profeta de tu propia ruina”, nos dice. Sus mejores galas son, por desgracia, un pijama de hospital y unas zapatillas a cuadros.


Pensar en la obsesión que el borracho ha sentido por su droga, en sus miles de recaídas, le hace exclamar al poeta:  “qué pena que el conocimiento no cupiese en una simple copa de vino”. Y López nos interpela directamente, por si alguien pone en duda su autoridad para tratar a fondo este tema. Su pregunta es una metáfora que nos golpea con su verdad, con su sórdida y familiar belleza: “¿Quién puede saber mejor que un hijo cómo es el sonido de las llaves de un borracho antes de penetrar por el ojo de la cerradura?”.


La condena del borracho es su desconocimiento de sí mismo, su eterno destierro “a la isla desierta que se oculta al pie de una barra de bar”. El poeta reconoce, por tanto, que la suerte está echada para el borracho. Su destino es la habitación 121 de un hospital. Quiere que el lector comprenda lo que él ya ha comprendido, que “la consciencia de aquellos que mitigan su sed con frenesí se desvanece”. El alcohólico no es libre. Es un ser maniatado por una “bestia” que toma posesión de sus actos y de su propia existencia.


López impresiona con esta comprensión tan honda y descarnada del alcoholismo, con si quisiera que tanto sufrimiento tuviera un sentido, o al menos para que otros puedan entender que los borrachos “tan solo son muñecas de trapo ardiendo en el infierno que cabe entre sus manos”.


Es denodado el esfuerzo que hace para ser empático, un esfuerzo tan grande que le lleva a asumir la voz paterna en estos versos: “Aún hay luz en esta botella, / una luz que sólo vemos / los borrachos, / la luz que bordea la locura”.


Aunque todo haya pasado, aunque la historia esté concluida, el poeta quiere echar la vista atrás y explicarse a sí mismo, y de paso explicar a los demás en qué consiste esta enfermedad, y logra crear belleza de su experiencia. 


La literatura es el lugar de la libertad para muchos, y tal vez lo es también para López, que se atreve a poner por escrito una pregunta que tal vez nunca hizo a su padre: “Dime: ¿cuántas penas eres capaz / de ahogar en un solo vaso de vino?”.




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